
En este relato vinculamos a la antigua y la moderna Mali a través de su economía y recursos naturales, desde su esplendor medieval hasta los desafíos actuales, donde exploraremos el fascinante mundo del oro dentro del Occidente africano.
Si hoy acercamos la mirada a Mali, país africano del Sahel que se encuentra justo en la frontera del desierto del Sahara, encontraremos un montón de desgracias: pobreza generalizada, crisis económica, continuos golpes de Estado, terrorismo yihadista, redes de contrabandistas, entre muchas otras más. En contraste, hace 700 años la palabra Mali estaba asociada a la riqueza, al poderío económico y, sobre todo, a la abundancia de oro. El estudio del funcionamiento de la economía y la historia de la región nos ofrecen las pistas para entender esta enorme diferencia.
En una línea temporal donde Europa atravesaba la Edad Media, se desangraba en guerras religiosas, disputas monárquicas y se precipitaba en un notorio atraso científico, el comercio y la estabilidad política dominaban la región del Sahel. El Imperio de Malí fue el más próspero e influyente de cuantos existieron en África Occidental en aquella época, que en su periodo de mayor esplendor puede incluso rivalizar con otros grandes imperios del mundo antiguo, como el romano o el mongol.
Son muchos los mitos, leyendas y relatos que se construyeron alrededor de la antigua Mali, cuya fama trascendió su espacio y tiempo gracias a los testimonios de los viajeros e historiadores árabes que la visitaron, entre los que destacan Ibn Battuta, Al-Umari y León El Africano, así como a la voz de los griots y demás narraciones orales.
De igual forma, las aventuras y hazañas de sus reyes (llamados Mansas) son dignas de la realeza. Uno de ellos – Mandé Bukari II o Abubakari II – empecinado en descubrir qué había del otro lado del Atlántico, navegó junto a dos mil embarcaciones por el océano en un viaje que no tuvo retorno, unos 200 años antes de que Cristobal Colón llegara a América.
De otro de ellos – Mansa Musa I – se dice que, durante su peregrinación a la ciudad santa de La Meca, regaló tanto oro por los lugares donde pasó, que desplomó el precio del metal preciado en un 20%, situación que se mantuvo por años en ciudades como Medina y El Cairo.
Tales historias desencadenaron una ronda interminable de rumores de que Malí era un reino empedrado de oro, con reyes tan extravagantes como ricos, y con una corte imperial que vivía con todos los lujos inimaginables. Pero, ¿cuál es el verdadero origen de la riqueza y opulencia de Mali?
Primeramente, hay que situarnos en la cuenca del río Níger, el más grande de África Occidental, que desde hace al menos 3,500 años inunda periódicamente las sabanas y praderas secas por donde pasa, lo cual proporciona tierras fértiles para la agricultura, donde se cultivan con éxito cereales como el arroz y mijo, así como diversas frutas, legumbres, tubérculos, plantas oleaginosas y fibrosas.
Dentro de este ámbito geográfico florecieron muchos Estados africanos que llegaron a ser muy poderosos, comenzando por el poderoso Imperio de Ghana, que marcó un precedente importante para el desarrollo de futuras organizaciones políticas en la región.
Tras su desintegración, el Reino de Sosso tomó la estafeta y heredó las rutas comerciales, hasta que en 1235 Sundiata Keita, príncipe maninké (mandinga) de Kangaba, uno de sus reinos vasallos, lideró una rebelión y acabó derrotando a Sumanguru Kante, rey de Sosso, debido a que este último intentó imponer restricciones comerciales y otros controles a Kangaba.
Desde entonces, y hasta 1645 aproximadamente, este reino se convirtió en un centro comercial de primer orden dentro de los mercados y rutas comerciales transaharianas, y comenzó a denominarse con el nombre de Mali, palabra cuyo origen no está aclarado completamente, aunque se sabe que significa “lugar donde viven los reyes”.
Al igual que sus predecesores políticos, el Imperio de Malí prosperó gracias al comercio y a su ubicación privilegiada (que no corresponde del todo con el actual Mali).
El río Níger facilitaba el acceso al interior de África y a la costa atlántica, mientras que las caravanas de camellos controladas por los bereberes que cruzaban el desierto del Sahara garantizaban la llegada de valiosas mercancías entre las selvas tropicales del sur de África Occidental y los poderosos califatos musulmanes del norte del continente.
Los tres productos principales eran el oro, la sal (indispensable para la conservación de alimentos, que se recolectaba en la región de Taghaza, al norte del Imperio) y la nuez de cola (estimulante suave que crece en los bosques de Akan).
Aunque se le denomina Imperio por su extensión, en realidad Mali era una extraña combinación de una Confederación política descentralizada bajo una extrema centralización del gobierno en el Mansa, quien actuaba como ser supremo, monopolizaba los bienes comerciales clave y se le atribuían cualidades místicas. De esta manera, la fortuna del imperio aumentaba o disminuía en función de los talentos o la falta de ellos de un determinado monarca.
Aunque se tenía un consejo de ancianos y ministros, la estructura administrativa del imperio carecía de implicaciones de soberanía territorial, gobierno centralizado, administración especializada y monopolio del uso legítimo de la fuerza. En vez de esto, estaba compuesto por diferentes “reinos vasallos” que conservaban una considerable autonomía, con un control cada vez más nominal y menos real a medida que aumentaba la distancia del núcleo, y sin asumir una homogeneidad étnica, cultural o política.
De esta manera, el Imperio de Malí llegó a incluir muchos grupos religiosos, étnicos y lingüísticos diferentes. En el siguiente mapa se muestra su extensión máxima, alcanzada en 1337.

Si bien es cierto que las contradicciones y pugnas estaban presentes de forma cotidiana, la heterogeneidad étnica, lingüística, económica de este Imperio eran parte inseparable del del “equilibrio relativo” propio de la evolución de la sociedad precolonial de África Occidental, cuyas dinámicas eran diferentes a las de otras latitudes.
A pesar de que estamos hablando de una sociedad clasista, su cohesión política y social no eran lo suficientemente sólidas para que el Estado perdure y se consolide durante mucho tiempo, aunque no por esto dejan de ser un estadio avanzado en la evolución del continente africano.
Únicamente el Islam aportó una estructura ideológica a través de la cual se pudieron traspasar las barreras étnico-clanicas, bien fuera por la vía de la alianza o por el uso de la fuerza. Los mercaderes musulmanes que comercializaban con Mali consiguieron convertir a sus gobernantes al Islam, que a su vez o difundieron en la ciudad de Tombuctú.
En contraste con ciudades como Niani (la capital del Imperio, ubicada en la actual Guinea), Djenne y Gao, la mayor parte de la población rural de Malí se aferraba a sus creencias animistas tradicionales, con lo cual el proceso de islamización imposibilitó la fórmula para que el Imperio fuera más unificado y tuviera más posibilidades de legitimización.
La propiedad comunal de la tierra fue otro factor importante que impidió una mayor estabilidad al Imperio de Mali. Al no existir la propiedad privada, los sistemas económicos precoloniales y las relaciones sociales de producción adquirieron una forma muy peculiar, que los distinguen de los que surgieron en otras regiones del mundo.
Sus principales características eran las siguientes:
- Base económica familiar-comunal-patriarcal.
- La actividad fundamental era la agricultura, pero las técnicas productivas y la apropiación de excedentes no eran estables.
- El tributo como forma de dominación, control y sometimiento de otros grupos y poblaciones. No estaba referido a un proceso de apropiación individual y enriquecimiento, sino esencialmente a un esquema de seguridad alimentaria. Se gravaban derechos de paso, transacciones, parte de las cosechas y las actividades de los eruditos y los artesanos en las ciudades.
- Existencia de un centro intermediario y controlador de las actividades comerciales a larga distancia.
- Unidades políticas supracomunales.
Este tipo de organización no implica en absoluto la existencia en la antigua Mali de una economía rudimentaria. Basta con decir que su Imperio era una sociedad estable y próspera sin que fueran necesarios los economistas, leyes de curso legal, banco central y represión monetaria ni económica.
Más bien, aplicaron el concepto filosófico económico que hoy conocemos como laissez-faire, de la mano del comercio transahariano y la mínima intervención del gobierno en los asuntos económicos. Los visitantes extranjeros destacaron el alto grado de justicia que vieron, la seguridad con la que se podía viajar de un lugar a otro y la abundancia de alimentos en todos los pueblos.
El florecimiento de Mali no estuvo condicionado por el desarrollo de las fuerzas productivas, sino por su papel de controlador del comercio, que se produjo en mercados sin restricciones (es decir, libres y abiertos).
A pesar de que la agricultura era la actividad económica más importante y constituía la base alimenticia para los habitantes del Imperio, y también se practicaba la ganadería, pesca y se extendió el cultivo del algodón en las zonas inundables, estas actividades primarias no recibieron una influencia positiva de la actividad comercial.
El comercio se realizaba en caravanas (de camellos), que transportaban, además de oro, sal y nuez de kola, mercancías como cobre, marfil, textiles, caballos (importantes para el uso militar), artículos de cristalería, armas, azúcar, cereales (por ejemplo, el sorgo y el mijo), metalurgia europea, especias de la India, cuentas de piedra, productos artesanales y esclavos.
De esta manera, toda la zona que hoy abarca la Comunidad Económica de Estados de África Occidental (ECOWAS, por sus siglas en inglés) era una economía única e integrada. Las densas redes de comercio e intercambio conectaban las regiones costeras con las del interior y, más allá, con el Sahel. Los movimientos de mercancías y pagos se realizaban a grandes distancias, con rutas que iban de este a oeste y de norte a sur, a ciudades como Ifriquía y El Cairo.
Como resultado de su intensa actividad comercial, Malí contaba con un triple ingreso: los impuestos sobre el comercio, la diferencia de compra y venta de las mercancías, y sus propios recursos naturales.
La ciudades – como Tombuctú y Gao – florecieron como centros de intercambio, con altos niveles de urbanización, cosmopolitas y diversas, mas no fructificó el mercado interno. Tombuctú, fundada hacia 1100 por los nómadas tuaregs, era la más importante. Era un punto comercial semi-autónomo que tenía la doble ventaja de estar en la curva del río Níger y ser el punto de partida de las caravanas transaharianas.
Los Mansas de Malí no dudaron en apropiarse de este estratégico sitio, que lo convirtieron en uno de los centros académicos más importantes de la historia de África, que en su apogeo llegó a acoger a estudiantes y eruditos del mundo conocido, y hoy declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO.

Los bienes se intercambiaban o se pagaban con una mercancía acordada, como lingotes de cobre u oro, cantidades fijas de sal o marfil, o incluso conchas de vaca (que venían de Persia). Los habitantes del Imperio de Malí gozaban de libertad monetaria, y el oro era la principal mercancía, aunque no la única, utilizada libremente como moneda.
Mali no acuñaba moneda, pero el oro en polvo (mithqal) servía como estándar económico. Esta especie de estructura regulatoria informal protegió los intereses del Imperio, además de que protegió sus fronteras y limitó el acceso a los recursos en los que descansaba su monopolio.
Tal como se señaló desde un principio, Mali era especialmente famoso por la gran circulación y comercio de oro, eje central de su riqueza y que alteró economías lejanas. En su máximo esplendor, casi la mitad del oro que circulaba en África, Europa y Asia procedía únicamente del Imperio de Malí. En ciudades como Castilla, Venecia y Génova se acuñaba moneda con el metal maliense.
En consecuencia, el oro otorgaba al Imperio una gran influencia geopolítica en el comercio transahariano y más allá. Conscientes del poder que les otorgaba, los Mansas monopolizaron la explotación de las minas de oro, y negociaba directamente con bereberes y egipcios, evitando intermediarios.
El control de oro en Mali no fue solo una cuestión económica, sino un sistema complejo que combinaba secreto, poder militar y propaganda. Este modelo permitió al Imperio dominar el comercio global antes de la era colonial, dejando un legado que aún resuena en la historia africana.
Posiblemente desde tiempos muy antiguos los habitantes locales ya habían aprendido a extraer, explotar y comercializar algunos metales, sobre todo el cobre y el oro, y en la época del Imperio Malí las regiones auríferas más ricas se ubicaban en Galam, Bambuk y Bure.
Estos yacimientos estaban distanciados deliberadamente de la economía maliense, y se mantuvieron en secreto para los extranjeros mediante sus intermediarios sudaneses y la práctica del comercio silencioso. Este hecho, aunado a la invisibilidad de sus minas (a menudo protegidas por barreras naturales, como los ríos) contribuyeron a crear mitos sobre las reservas de oro y el origen de la riqueza de Mali, generando mucha especulación al respecto.
Los malinkés ocultaban muy bien la ubicación exacta de las minas, sobre todo a los extranjeros. Difundían historias fantasiosas para disuadir intrusiones, como que el oro brotaba de la tierra como zanahorias, o que serpientes gigantes lo custodiaban. También se decía que, quien robaba el oro, sufría la “venganza de Bida”: sequías, locura o muerte súbita.
De acuerdo con el geógrafo árabe Al-Umari, sólo los comerciantes diyula o mandinga conocían los métodos de extracción del oro, que en realidad era extraído por comunidades tradicionales con creencias animistas que ocupaban territorios vagamente integrados en el propio imperio, o a veces totalmente fuera de sus fronteras.
El Estado maliense no controlaba directamente los yacimientos, sino que eran parte del tributo que acordó con los mineros. Esta práctica trajo ingresos suficientes al imperio. Los sucesivos Mansas aprendieron a manejar sus relaciones con dichos mineros y con las comunidades locales (garamantes y wangara). Como dato curioso, se decía que estos últimos se tragaban las pepitas para esconder el oro durante las travesías peligrosas.
El control monopólico de las minas permitía al imperio regular precios en el comercio, atraer mercaderes extranjeros y financiar obras públicas y un ejército permanente que tenía la tarea de erradicar a los bandidos (sobre todo tuaregs) que sofocaban el comercio en el Sahara. El oro también se utilizó para recubrir mezquitas (como la de Djenné), en joyas reales, cetros y máscaras.
La cantidad de oro que se transportaba era impresionante, y administrar las operaciones logísticas asociadas a su traslado eran un tremendo desafío, considerando la diversidad geográfica y cultural de la región, así como la presencia de múltiples dialectos y lenguas. No obstante, dado que el Estado no participaba directamente en su explotación, no tenía la necesidad de ejercer altos costos por llevar a cabo este tipo de operaciones.
De esta manera, el oro era más que un metal para el Imperio de Mali. Era la sangre de su sistema económico, magia política y teatro psicológico, combinando prácticas de comercio internacional, explotación de recursos naturales y organización estatal acorde con sus especificidades socioculturales. Ahí radica la razón de su grandeza y el alto grado de sofisticación económica que alcanzó.
El Imperio de Malí entró en decadencia en el siglo XV. Las reglas poco definidas de la sucesión real provocaban a menudo guerras civiles en las que hermanos y tíos luchaban entre sí por el trono. Luego, el comercio transahariano cedió, progresivamente, al comercio de ultramar, sobre todo por parte de los portugueses.
En 1433 se produjeron ataques a Malí por parte de los tuaregs y de los mossi, que en aquella época controlaban las tierras al sur del río Níger. Alrededor de 1468, el rey Sunni Ali del Imperio Songhai (quien reinó de 1464 a 1492) conquistó gran parte del Imperio de Malí, que ahora se reducía a controlar una pequeña porción, que después también fue absorbida por el Imperio marroquí a mediados del siglo XVII.

Ahora damos un salto de más de 400 años en la historia, y regresemos al actual país de Mali, que con una superficie tres veces mayor a la de Francia, su antigua metrópoli, se alza como el heredero de las glorias y hazañas del antiguo Imperio, en el sentido de que sigue siendo uno de los mayores productores de oro en el mundo.
No obstante, y a diferencia de los tiempos medievales, la explotación de oro está marcada por contradicciones: riqueza mineral contra pobreza generalizada, y minería industrial contra minería artesanal (con graves problemas sociales y ambientales).
Dejó de estar presente en el arte y la arquitectura y símbolo de realeza, para convertirse en un commodity global que lo mantiene en un ciclo de dependencia y pobreza, mientras su cotización alimenta la avaricia de los mercados financieros internacionales.
Es el cuarto productor de oro en África, solo por debajo de Ghana, Sudáfrica y Sudán. En el caso de Mali, sus principales minas se encuentran en las regiones de Kayes, Sikasso y Koulikoro, cuya producción ha ido en ascenso en los últimos años, controlada por compañías extranjeras como Barrick Gold (Canadá), Resolute Mining (Australia) y B2Gold (Sudáfrica). Muchos cazatesoros continúan buscando más minas de oro en su territorio, como en los antiguos tiempos.
El 25% de la economía nacional depende directa o indirectamente del oro, que también contribuye con el 75% de las exportaciones totales. No obstante, solamente el 10% del valor total de las exportaciones se queda en el país, debido a prácticas de evasión fiscal y las bajas regalías que el Estado cobra a las multinacionales por derechos de explotación.
Por su parte, la minería artesanal da trabajo a más de dos millones de malienses (15% de la población), pero en condiciones precarias y teniendo un impacto ambiental negativo, que el gobierno es incapaz de frenar.

En el cuadro que se muestra a continuación se comparan las características de la minería industrial y artesanal dentro de Mali, que a pesar de que explotan el mismo producto, se trata de dos realidades totalmente opuestas.
Minería industrial | Minería artesanal (l’orpaillage) | |
---|---|---|
Escala | Grandes minas mecanizadas (Como Loulo-Gounkoto) | Pequeños pozos manuales, a menudo ilegales. |
Dueños | Multinacionales extranjeras | Locales (a veces controlados por mafias) |
Impacto ambiental | Contaminación por cianuro/mercurio controlada | Uso indiscriminado de mercurio (envenena ríos) |
Condiciones laborales | Salarios estables pero pocos empleos locales. | Trabajo infantil, accidentes mortales. |
Teniendo en cuenta esta situación, el actual gobierno militar de Mali está poniendo manos a la obra para evitar el expolio de oro y mejorar las condiciones el sector de la minería, clave para su desarrollo.
Recientemente las autoridades malienses modificaron el Código Minero para permitir que el Estado tenga una mayor participación en la explotación de los recursos naturales del país, en particular del oro, cuyo precio ha estado en constante aumento en los mercados internacionales.
Como complemento a lo anterior, Mali debe negociar nuevos contratos, pero sin transparencia, el país no verá mejoras sustanciales. Ante la ruptura con Francia, busca socios rusos y chinos para explotar oro, pero esta medida presenta altos riesgos geopolíticos. Pese a ello, es positivo que el país obtenga mejores beneficios a cambio de su oro, aunque los desafíos no terminan aquí.
Diversas organizaciones terroristas, como el Grupo de Apoyo al Islam y los Musulmanes (JNIM) extorsionan minas artesanales de oro en el norte y centro del país, y con sus ganancias financian sus operaciones. Por si fuera poco, en un estudio la Organización para la Cooperación y el Desarrollo económico (OCDE) estima que anualmente 15 toneladas de oro maliense ingresan a Dubái de contrabando.
De esta manera, el oro de Mali en la actualidad es asociado a evasión, violencia y corrupción, un contraste totalmente opuesto a lo que ocurría en el Imperio de Mali, tal como lo observamos a continuación:

Dado lo anterior, podemos afirmar que actualmente Mali produce más oro que nunca, pero su pueblo vive peor que en el siglo XIV. A pesar de que hoy se tiene al alcance una mayor tecnología, alimentos, y la vida moderna es mucho más confortable que hace seis siglos, el oro se convirtió en una desgracia para los malienses. Parece increíble, pero es la realidad.
Mientras que los líderes africanos poscoloniales han sido incapaces de escapar de la maldición de los recursos naturales y la enfermedad holandesa, los mansas del Imperio de Malí nunca fueron víctimas de ella, sino más bien, respetaron su tradición económica de mercados libres y libre comercio a pesar de que su imperio era el mayor productor de oro del mundo.
Esta lección debe ser aprendida y replicada por los actuales líderes africanos, y al respecto, la reciente Alianza de Estados del Sahel – compuesta por Mali, Burkina Faso y Níger – es una apuesta interesante, aunque no exenta de riesgos. Lo importante es que existe la esperanza de una verdadera transformación de la estructura económica en el Sahel.
Mucho antes de la colonización francesa del siglo XIX, sus pueblos ya habían compartido riquezas, historias y unidades políticas. Los imperios de Ghana, Mali y Songhai fueron reflejos de esas articulaciones culturales, económicas, sociales, geográficas y políticas.
Sin duda, la Mali actual puede aprender de los sistemas de gobierno no tiránicos y descentralizados de África precolonial, donde el libre comercio y los mercados desregulados eran las normas en la región y en gran parte de África, hasta que se impusieron las fronteras coloniales y los sistemas estatistas.
Así ha sido la historia de Mali, el auténtico dorado africano cuyo destino siempre ha estado vinculado al oro, primero para bien, y después para mal. Es una historia apasionante, mística, llena de grandeza e inspiradora para las nuevas generaciones de malienses, cuyo futuro deberá de ser brillante, como el oro de los antiguos Mansas.
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