
El neoliberalismo es un término tan controversial como estudiado, y en esta ocasión nos enfocamos en revisar la aplicación de las políticas asociadas a esta doctrina económica en algunos contextos nacionales dentro del continente africano, no sin antes cuestionar el uso de la palabra neoliberal para describir a este fenómeno económico global.
¿Qué es el neoliberalismo?
En el título de este artículo he puesto entre signos de interrogación la palabra “neoliberales” porque, desde mi punto de vista, no es la expresión correcta para definir lo que se trata. No obstante, el término ha sido apropiado por muchos gobernantes, académicos e intelectuales, sobre todo de izquierda, para referirse a la fase del capitalismo que surge y se fortalece tras el fin de la guerra fría, que busca consolidarse como un ideario económico universal. Pero, ¿en qué consiste realmente y por qué el término neoliberal resulta inapropiado?
Para empezar, es necesario subrayar que ésta es una doctrina económica que surge como como una reinterpretación del liberalismo clásico (de Adam Smith, David Ricardo, entre otros) pero con un enfoque más radical en la eficiencia del mercado como mecanismo asignador de recursos y regulador de la actividad económica en general.
Los fundadores del liberalismo clásico abogan por la libertad de los individuos y el libre mercado. Es la versión económica del movimiento de la ilustración, surgido en Europa en los siglos XVII y XVIII e impulsado por una naciente burguesía que buscaba debilitar el poder de los monarcas absolutos en el continente europeo.
Para alcanzar este objetivo, Smith y sus partidarios afirmaban que la intervención del Estado en la economía era dañina, y aseguraba que sus funciones debían limitarse a asuntos de seguridad, defensa, justicia y mantener obras e instituciones públicas para facilitar el comercio, la educación y otros asuntos.
Casi dos siglos más tarde, y ante el debilitamiento del Estado benefactor y del bienestar defendido por los keynesianos, varios ideólogos y economistas intentan apropiarse del término “neoliberal” para denominar de esta forma a sus propuestas de política económica para superar la crisis económica de los años setenta del siglo XX, retomando los postulados de los liberales clásicos.
Uno de los más asentados fue el pensamiento económico y las ideas de Friedrich Hayek y Ludwig Von Mises, partidarios del Estado mínimo y representantes de la escuela austriaca.
Del mismo modo, los aportes de la escuela de Chicago y su principal exponente, Milton Friedman, fueron determinantes para la conformación de las bases de lo que se conocería como “neoliberalismo”, bajo la idea de que los mercados son más eficientes si se les deja funcionar por sí mismos, y es la mejor manera de alcanzar la prosperidad.
Aliados con personajes influyentes de la política en Occidente, y mediante una campaña de ideologización llevada a cabo por Think tanks de prestigio, esta corriente se consagró como el nuevo paradigma económico, que llegó de la mano con los gobiernos de Margaret Thatcher (conservadora) en el Reino Unido y de Ronald Reagan (republicano) en los Estados Unidos, donde incluso los partidos políticos opositores a ellos en sus respectivos países terminaron adoptando esas políticas.
Pese a todo, todavía a finales de los años ochenta no se concretaba un consenso sobre las mejores prácticas y políticas asociadas a este pensamiento, hasta que, en 1989, en la ciudad de Washington D.C., la capital estadounidense, se realizó un encuentro promocionado por el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial, funcionarios del gobierno de Estados Unidos, ministros de finanzas de otros países y reconocidos banqueros y economistas.
Como resultado de la reunión surgieron una serie de “recomendaciones” de política económica que se dieron a los países como solución mágica a sus problemas económicos, financieros y de deuda externa, cuya autoría se otorgó al economista John Williamson.
Los diez puntos esenciales del “Consenso de Washington” son los siguientes:

Como vemos, se trata de un modelo simplista, que ignora las externalidades y le otorga una importancia secundaria a cuestiones sociales como la pobreza y desigualdad, privilegiando ante todo la preeminencia de los principios de propiedad privada e individualismo.
A partir de esta óptica, y siendo estrictos, el consenso de Washington no puede denominarse como “neoliberalismo”, principalmente porque buscan recortar el gasto social lo más posible, a diferencia del liberalismo económico del siglo XVIII. En este sentido, incluso podemos afirmar que se trata de políticas anti-liberales.
La fe dogmática en el mercado que promulgan los ideólogos de Chicago y Washington hacen del término “fundamentalismo de mercado” una mejor denominación con respecto al de “neoliberalismo”, dadas las diferencias y la revisión que se realizan de los postulados de la economía clásica y neoclásica.
Otras formas de denominar a esta corriente económica han sido capitalismo globalizado, despótico, salvaje, thatcherismo o reaganomics, en relación con los gobernantes pioneros en implementar las políticas que posteriormente fueron aterrizadas en Washington.
Sin embargo, la palabra “neoliberalismo” está tan arraigada dentro de la academia y la política que resulta prácticamente imposible abandonar el término, ante lo cual recomiendo ser cuidadosos en emplear esta palabra en los distintos contextos, consecuencia lamentable de dar nombres y etiquetas sin dar razones, lo cual contribuye al deterioro del debate público.
Pero se llame como se llame, la realidad es que esta ideología, aunque se manifiesta en la esfera económica, tiene un diverso e interesante trasfondo político, social y filosófico que no podemos dejar de ignorar.
Bajo el paraguas ideológico del Consenso de Washington, sus políticas se implementaron en todo el mundo a partir de la década de los ochenta y noventa, principalmente a través de los Programas de Ajuste Estructural (PAE) impuestos por las llamadas instituciones de Bretton Woods, el FMI y el Banco Mundial, como condición para otorgar préstamos.
Muchos países de África terminaron adoptando un PAE en algún momento de su historia reciente. De esta manera Occidente puso las reglas económicas en un tablero africano desdibujado por el colonialismo. A los africanos no les quedaba más que obedecer, aplicar la “receta de cocina” y confiar en el mercado.
Las reformas estructurales que se aprobaron no estuvieron a la altura de lo que ofrecían sus defensores: un crecimiento más rápido y estable. Por el contrario, el fundamentalismo de mercado estuvo ligado a un ritmo de crecimiento menor, adquiriendo una gran diversidad de formas en la práctica, algunas de ellas totalmente incompatibles con los principios que tanto defienden los monetaristas de Chicago.
Los PAE debilitaron unos Estados africanos ya frágiles, aumentando la dependencia externa y el poder de las empresas multinacionales. Sectores clave, como la minería, el petróleo y la agricultura, quedaron en manos de empresas como Shell o De Beers. Recientemente, la crisis por la pandemia de COVID-19 y la inflación global han dejado en evidencia la necesidad de una mayor intervención estatal.
Las políticas “neoliberales” impulsadas en África han sido analizadas con gran detalle y rigor por académicos, economistas e intelectuales muy respetables, como Samir Amin, Mbuyi Kabunda Badi y Thandika Mkandawire, que nos explican de manera general los efectos económicos las y consecuencias perversas de su aplicación en todo el continente.
Por su parte, las investigaciones sobre la aplicación de los PAE dentro de los contextos locales africanos son más limitadas, y en este punto resulta interesante observar la aplicación de estas políticas, que revelan la multiplicidad de resultados que se han obtenido y el no cumplimiento de algunos de los valores que defienden los fundamentalistas de mercado, sobre todo la libertad y la democracia.
En este sentido, a continuación se describen brevemente cinco experiencias africanas donde se han impuesto las políticas asociadas al Consenso de Washington, en las cuales algunas fueron impuestas desde afuera por el pésimo desempeño macroeconómico, pero otras fueron adaptadas localmente. Sin más que agregar sobre el concepto de neoliberalismo, revisemos estos casos.
Togo: ajuste estructural bajo la sombra de la dictadura.
Comenzamos nuestro recorrido en Togo, una antigua colonia alemana que posteriormente fue atraída por el sistema colonial francés. A partir de 1967, su historia política es fácilmente resumible: Gnassingbé Eyadéma y Faure Gnassingbé, padre e hijo, han estado en el poder político como si fuera una monarquía, gobernando a placer entre sospechas de fraudes y simulando reformas prodemocráticas que al final no alteran el status quo del país.
En la década de los setenta el país emprendió un proyecto de industrialización, que fracasó, y la caída de los precios del fosfato – uno de sus principales productos de exportación – terminó por hundir la economía nacional. Sin muchas opciones, Togo se vio obligado a renegociar su deuda externa con el FMI y a adherirse a un PAE.
Dadas sus condiciones geográficas, el hito más significativo del cambio de política económica fue convertir al puerto de Lomé, la capital del país, en un puerto franco, libre de impuestos aduaneros, a través de una zona económica especial, con el objetivo de atraer mayor actividad comercial y seguir el modelo de desarrollo de ciudades asiáticas como Singapur y Hong Kong.
Con el tiempo, Lomé se convirtió en el más avanzado tecnológicamente de África Occidental, y uno de los pocos de aguas profundas de la región. A través de él se embarcan mercancías hacia Francia de los países de la región, y también es clave para el comercio intrarregional.

Las regulaciones económicas fueron prácticamente suspendidas, y la protección de la propiedad privada fue estable, pero corría a cargo de un régimen dictatorial-patrimonial que no era de fiar. Al mismo tiempo, la ola de privatizaciones benefició a las multinacionales francesas, como la compañía de fosfatos SNPT. Del mismo modo, la empresa Suez tomó el control de la gestión de contenedores del puerto de Lomé.
Pese a los esfuerzos, los resultados económicos estuvieron muy por debajo de las expectativas iniciales. Los recortes a los subsidios agrícolas afectaron gravemente a los productores locales de café y cacao, el sostén de la economía local togolesa.
Por su parte, tampoco se realizaron las inversiones necesarias (ya sea pública o privada) en materia de infraestructura para impulsar el desarrollo de la actividad comercial. La liberación financiera sometió los precios de los bienes y servicios básicos a una fluctuación perpetua, afectando el poder adquisitivo de las familias, aumentando la pobreza en un 60%.
En 1991 el gobierno de Gnassingbé enfrentó una serie de protestas multitudinarias, y debido al alto grado de autoritarismo, la Unión Europea no toleró más la situación y rompió relaciones y cooperación con el país.
La ausencia de ayuda y la devaluación del Franco CFA en 1994 terminaron por aniquilar la economía, y no sorprende el hecho de que Togo presente uno de los peores resultados en el Índice de Desarrollo Humano y una deuda pública significativa, al tiempo que su actual gobernante tiene una riqueza personal estimada en ocho veces el presupuesto anual del país.
La regulación laxa en materia de derechos de propiedad en el país han sido un imán de millones de mercancías chinas producidas en masa, muchos de ellos imitaciones o piratas, que posteriormente se embarcan para ser comercializados en mercados europeos y africanos.
Así, la familia Eyadéma ha podido mantenerse en el poder, con una economía que dependiente de la reexportación de bienes primarios y de la actividad comercial en torno al puerto de Lomé.
Togo es el ejemplo clásico de la aplicación de reformas estructurales impulsadas a través de PAE por los organismos financieros internacionales en el continente africano: una economía pequeña, basada en la agricultura de subsistencia y en unos cuantos artículos primarios de exportación, con riqueza natural, pero con amplias disparidades económicas.
Gabón: petróleo y corrupción.
Gabón es otro país africano que, al igual que Togo, gran parte de su vida independiente ha estado gobernado por una dinastía todopoderosa: los Bongo. Estamos hablando de un Estado rentista, ubicado en África Central y el décimo productor continental de petróleo, un pilar fundamental de su economía durante décadas.
Por tanto, cuando los precios internacionales de crudo se desplomaron en la década de los ochenta, Gabón se adhirió a un PAE en 1986 para estabilizar las finanzas públicas de la nación, estimulando la participación del sector privado en las actividades de extracción y políticas orientadas al libre mercado, donde los inversionistas extranjeros son recibidos con los brazos abiertos.
En los años noventa y dos mil se desarrolló una privatización parcial del sector energético, permitiendo la entrada de empresas como Shell y Total. Las medidas también incluyeron recortes en el gasto público en materia de salud y educación, así como una liberalización comercial.
Los resultados no fueron los esperados: una tercera parte de la población gabonesa vive por debajo de la línea de pobreza, y el país tiene que importar el 80% de sus alimentos. La deuda pública está en alrededor del 60% de su Producto Interno Bruto (PIB).
A su vez, pese a los esfuerzos por la diversificación económica, el 83% de sus exportaciones continúan dependiendo del petróleo, por lo que la cotización internacional de los precios altera su balanza comercial.
Gracias al petróleo, la economía de Gabón no se encuentra estancada, pero los efectos del crecimiento no se han traducido en bienestar para el pueblo, sino más bien, crean mayores desigualdades. Gabón es el país más rico de África en términos de ingresos per cápita, con más de 7,800 dólares anuales, cuatro veces superior a la de la mayoría de las naciones del continente y superando a países como Colombia, Serbia y Perú.
No obstante, la corrupción gubernamental representa un enorme obstáculo para el desarrollo nacional. De haber transparencia y buen gobierno en Gabón, el desempeño económico, sin duda, sería mucho mejor que su situación actual.
El uso de los petrodólares gaboneses y el manejo opaco de los recursos forjó una amplia red de corrupción y clientelismos en beneficio de la familia Bongo, amasando una rica fortuna, que en su mayor parte fue canalizada a paraísos fiscales en las Islas Vírgenes Británicas, de acuerdo con una investigación del Consorcio Internacional de Periodistas de investigación (ICIJ).
En 2002 y 2003, altos directivos franceses fueron encarcelados por casos de corrupción en Gabón y, en 2009, los tribunales galos congelaron cuentas corrientes de Omar Bongo en Francia. Asimismo, la prensa de este país ha acusado a varios políticos de recibir financiación procedente de la élite gabonesa para financiar sus campañas electorales.
De esta manera, la transformación de la economía ha derivado en el fortalecimiento de una élite enriquecida por malversación de fondos. Hoy, el jefe militar Brice Oligui Nguema (primo de Ali Bongo) es el presidente, después de encabezar un golpe de Estado en 2023, pero el linaje continúa, y el panorama político permanece sin grandes cambios de fondo.
Consciente de que una economía petrolizada no es sostenible a largo plazo, los dirigentes de este país han abrazado un nuevo enfoque económico, orientado en la explotación de manganeso (clave en la industria siderúrgica), uranio, madera y el turismo.
Dentro de este nuevo enfoque, el Estado interviene en mayor medida en los asuntos económicos, aunque sin abandonar totalmente el esquema de libre mercado. Un ejemplo es la prohibición de la exportación de la madera en bruto obtenida de sus selvas (Francia era uno de los principales compradores) y ha creado un complejo industrial con exenciones fiscales para atraer a empresas.
Este modelo parece que por fin está rindiendo frutos, y otros países ya están copiando aspectos de su plan, que también presenta retos en materia de protección de la selva tropical. De esta forma, se están creando empleos y nuevas industrias, sobre todo la de fabricación de muebles.
Finalmente, Gabón ha comprendido que el mercado, por sí solo, no puede hacerlo todo. Pero hacen falta muchas reformas y transformaciones más para que este país se beneficie de sus recursos. Sin desarrollo social, redistribución de los ingresos, transparencia y democracia, seguirá condenado al atraso y la miseria.
Zimbabue: del socialismo al libre mercado, y de ahí al colapso económico.
La economía de Zimbabue es un caso especial, atípico, de esos que no pueden explicarse bajo una teoría formal. Anteriormente, en este espacio ya había tratado sobre su caso en específico, donde en un lapso de 40 años, contabilizados a partir de su independencia, en 1980, había pasado de una nación con enormes perspectivas de desarrollo económico, a estar en la ruina total, con sus finanzas desestabilizadas, hiperinflación, sin moneda propia y mercados en desorden (para mayor referencia, hacer click aquí).
Ahora nos concentraremos en la época en la que su gobierno firmó un PAE con las instituciones de Bretton Woods. Corría el año de 1991, y la economía de Zimbabue estaba regida por la ideología de la sustitución de importaciones, bajo la cual obtuvo prosperidad y altas tasas de crecimiento en sus primeros años de vida independiente. Las exportaciones eran diversificadas y se orientaban a la manufactura. Las deudas adquiridas eran solventadas sin caer en nuevos esquemas de pagos.
Sin embargo, al final de la década de los ochenta este modelo ya daba muestras de agotamiento. Las restricciones comerciales, y las dificultades comenzaron a aparecer.
Justo en esos años aparece el Consenso de Washington, y tras el desmoronamiento del bloque socialista (Zimbabue mantenía relaciones cordiales con países como la Unión Soviética y Corea del Norte), el gobierno de Robert Mugabe vio en el contexto internacional y las políticas promovidas por Washington una alternativa para mejorar la economía de su nación.
El FMI le aprobó un préstamo inicial de $484 millones de dólares, bajo la condición de impulsar el paquete de reformas económicas que dictaban. A diferencia de países como Gabón, el ajuste estructural en Zimbabue no fue una respuesta a una crisis económica. El préstamo simplemente era para acelerar el crecimiento económico.
Por consiguiente, se comenzó a trabajar en la reducción del déficit fiscal mediante recortes en el gasto público, la liberalización financiera y comercial, la eliminación del subsidio gubernamental del maíz, etc. Para mala fortuna, estas políticas restrictivas coincidieron con un periodo de sequía en África del Sur, que combinada con otros factores, el resultado fue una caída del 8% en el PIB real en 1992.
Ya en el año de 1995 el PAE era un rotundo fracaso, cuyos resultados quedaron por debajo de lo esperado en términos de crecimiento, empleo y desarrollo social. Por el contrario, el sector manufacturero se contrajo, las sequías disminuyeron los rendimientos de la producción agrícola y el déficit presupuestario se disparó. En suma, los principales objetivos macroeconómicos no se alcanzaron.
A nivel social, las consecuencias también fueron terribles: aumentaron los casos de VIH-SIDA, se deterioró el sistema de salud pública, se impusieron cuotas escolares en las escuelas, entre las más relevantes. Así, el experimento de Mugabe se salió de control.
Pero lo peor estaba por venir. A partir de 1996, el presidente Mugabe decidió intervenir en la economía, pero no con el modelo de antes. A través del conjunto de políticas conocidas como ZIMPREST, se intentó corregir lo que se había hecho mal antes. Sin embargo, estas reformas atentaron contra la estructura productiva del país, sobre todo, la medida que expropió las tierras de los productores blancos.
A partir de ahí, todo se fue al precipicio. Por ello, Zimbabue es un caso único en el mundo, donde el “neoliberalismo”, aunque de forma indirecta, causó una crisis humanitaria de gran magnitud.
Kenia: el alumno más leal de Washington en el continente africano.
Kenia ha sido, históricamente, uno de los aliados estratégicos más importantes de los Estados Unidos en África. En consecuencia, las políticas dictadas hacia el continente desde Washington tienen buena aceptación en este país africano, y el plano económico no ha sido la excepción.
Los primeros diez años de vida independiente de Kenia (se independizó del Reino Unido en 1963) son conocidos como “los años dorados”, debido al crecimiento económico del país, a un ritmo del 7% anual. Después, la economía se desaceleró a un 4.2%.
Nairobi acordó su primer PAE con el Banco Mundial en 1980, y con el FMI en 1982. A mediados de los ochenta redobló los esfuerzos por aplicar las reformas, bajo el contexto de una economía que era principalmente agrícola, especializada en la exportación de café y té. Los PAE marcaron el comienzo del pluralismo político, la democracia y el respeto hacia los derechos humanos. Pero también han intensificado las tensiones étnicas, polarizado comunidades e incrementar la violencia y la criminalidad y los desplazados.
El gobierno keniano, entonces encabezado por Daniel Arap Moi aplicó reformas estructurales que incluyeron la venta de empresas públicas, sobre todo en el ramo de las telecomunicaciones y la energía. El chelín keniano fue depreciado y totalmente liberalizado en 1993.
Bajo este modelo, la economía keniana no ha crecido de forma constante durante las últimas dos décadas, y a pesar de los esfuerzos por diversificar las exportaciones, el país sigue exportando productos agrícolas y su mercado también sigue dominado por el turismo.
Aunado a ello, los efectos sociales han sido devastadores: un país sumido en la corrupción, con elevadas tasas de desempleo y pobreza y una red de servicios públicos en el abandono. En consecuencia, han surgido muchos movimientos sociales de resistencia por todo el país, como huelgas de maestros y médicos por falta del pago de sus salarios.
Con todo, los sucesivos gobiernos kenianos no han abandonado la conducción de la política económica. A partir de 2011, dados los resultados adversos del Consenso de Washington en muchos países, el FMI estableció los “pisos de gasto social”, con el propósito de impedir que los gobiernos recorten el gasto social a tasas tan elevadas, lo cual estimula una mayor pobreza.
Aun con esto, los dictados del FMI continúan sumiendo a Kenia en una espiral de deuda creciente e inflación en alimentos y combustible. Los nuevos préstamos vienen con condiciones que agravan aún más la crisis, bajo un enfoque que altera la demanda de bienes y servicios, al trasladar la carga fiscal a los más pobres.
En un intento por salvar la economía y atajar la crisis de la deuda, el actual presidente keniano, William Ruto, ha recurrido a más préstamos del FMI, que se tradujeron en que el país gastara más dinero en el pago del servicio de su deuda que en todas las demás partidas del presupuesto nacional juntas.
Además, en julio de 2023, el gobierno de Ruto duplicó el impuesto al valor agregado (IVA) del combustible, que pasó del 8% al 16%, lo cual trajo un alza en los precios de productos básicos, como el azúcar, la harina de maíz y las verduras, duplicándose en los últimos dos años.
Estas medidas provocaron, en junio de 2024, una serie de protestas sociales multitudinarias contra el gobierno, pidiendo la renuncia del presidente, que desembocaron en violencia, saqueos e inestabilidad, al grado que el gobierno tuvo que dar marcha atrás a un proyecto de miscelánea fiscal que contemplaba un aumento de 2,700 millones de dólares en impuestos adicionales y la creación de otros nuevos.
Este hartazgo social refleja el rotundo fracaso de los PAE que se han aplicado en el país, cuya población ha recurrido a la adquisición de productos de segunda mano para sobrevivir.
Ruanda: el financiamiento del genocidio y un nuevo modelo económico con sus luces y sus sombras.
Para concluir, exponemos otro caso único y controversial acerca de las naciones del continente africano donde las políticas económicas de la ortodoxia del libre mercado tuvieron efectos perversos fuera del plano económico: Ruanda, un país que es tristemente recordado por el genocidio de hace más de 30 años.
Mucho se ha hablado de este suceso, pero ¿el “neoliberalismo” también fue responsable de esta masacre? Una respuesta rápida sería que sí, pero con reservas.
A comienzos de los años 1980, cuando estalló la crisis de la deuda dentro de los países en desarrollo, Ruanda estaba muy poco endeudada. Sin embargo, tras el desplome de los precios del café, el té y el estaño – tres de los principales productos de exportación del país – la economía cayó en picada, y ya para 1990 la deuda era insostenible.
Por tanto, al igual que en muchas partes de África, Ruanda tuvo que firmar un PAE con el FMI y el Banco Mundial para sanear su economía y finanzas públicas bajo el conjunto de políticas establecidas en Washington, mismo que fue suscrito en 1990.
Con esto, el franco ruandés se devaluó rápidamente en un 67% de su valor, y el precio de los bienes aumentó. El aparato administrativo quedó en un mayor desorden, las empresas paraestatales en bancarrota y los servicios públicos colapsados.
La dictadura de Juvenal Habyarimana se apropió de una parte considerable de los fondos obtenidos de las instituciones financieras internacionales, y su gobierno maquilló algunos gastos para la adquisición de armamento que en 1994 fue utilizado durante el genocidio.
De esta forma, los organismos de Bretton Woods fallaron en su deber de controlar la utilización del dinero gastado, ni tampoco alertaron a las Naciones Unidas sobre lo que estaba ocurriendo. Fue hasta 1993 cuando se suspendió a Ruanda de todo apoyo financiero, pero ya era tarde.
Varios estudios atribuyen en buena medida el colapso político en Ruanda, con el subsecuente genocidio de 1994, al PAE que se aplicó en 1990. Todo hace pensar que las políticas de ajuste estructural aceleraron el proceso que condujo al genocidio, aunque las instituciones de Bretton Woods rechazan cualquier crítica al respecto.
A pesar de todo el desastre humanitario, Ruanda renació de las cenizas de la mano de una reforma económica implementada desde arriba, dirigida por el ejército, la única institución que permaneció sólida en el país, convirtiéndose en el arquetipo de la recuperación económica.
A partir del gobierno encabezado por Paul Kagame, se implantó una especie de modelo híbrido que combina las reformas estructurales pro-mercado con intervenciones gubernamentales en sectores estratégicos para el país, como la salud y el desarrollo rural, enfocado en la producción de insecticidas y café.
También se han privatizado empresas públicas, sobre todo en los ramos de telecomunicaciones y energía, y se otorgan incentivos a las multinacionales. Por ejemplo, Starbucks compra café ruandés sin intermediarios.
Desde inicios de los años 2010, el gobierno ruandés ha comenzado a acumular deuda para invertir en el lanzamiento de una compañía aérea nacional así como en proyectos de infraestructuras a gran escala, con la finalidad de obtener ingresos por actividades relacionadas con las reuniones, conferencias, exposiciones y eventos internacionales de todo tipo.
Como resultado de lo anterior ha aumentado la participación de los servicios dentro de la economía ruandesa, disminuyendo la dependencia en la agricultura y otras actividades primarias. La recuperación económica es impresionante, con un crecimiento económico que oscila en un 7% anual promedio en lo que va del siglo, logro que se muestra bajo una cara feminista, ambientalista y vanguardista.
No obstante, se trata de un éxito parcial, pero con muchos asteriscos, traducidos en un alto costo en términos políticos y sociales. Detrás del buen manejo de la economía se esconde un perverso autoritarismo por parte del presidente Kagame, que obstaculiza el ejercicio de la democracia, las libertades individuales y colectivas fundamentales, así como los derechos humanos.
Además, Ruanda aún depende mucho de la ayuda internacional y falta un mayor dinamismo a los sectores privado y comercial. Al ser un país densamente poblado y sin litorales, sus opciones son limitadas, y por lo mismo Ruanda ha estado envuelta en tensiones con sus vecinos, sobre todo con la República Democrática del Congo, en su afán de convertirse en una potencia regional.
De este modo, la adaptación de las políticas del Consenso de Washington a su contexto nacional es una apuesta interesante, al momento exitosa, pero llena de retos en materia política y social.
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