Burundi, la gran crisis social invisible

Vista de Gitega, capital de Burundi a partir de 2019. Fotografía: Flickr.

En medio de un contexto extremadamente conflictivo y violento, Burundi es un país que atraviesa por una de las peores crisis sociales y humanitarias que se encuentran vigentes en África. Sin embargo, muy pocas veces su situación actual es motivo de preocupación entre la Comunidad Internacional, lo cual condena a este país al olvido y la pobreza. Ante ello, en esta ocasión les presento el panorama social por el que atraviesa este país.

Pese a los avances, los países africanos continúan registrando los niveles de desarrollo social y humano más bajos del mundo. Las independencias políticas quedaron lejos de ser el revulsivo que detonaría el progreso, bienestar y desarrollo de sus pueblos, en buena medida porque en casi todos los casos, las estructuras económicas e instituciones políticas no tenían el grado de madurez necesario para impulsar los diversos proyectos nacionales, y junto con los efectos de la sobreexplotación de sus recursos durante las etapas de la colonización y de la trata esclavista, desembocaron en una auténtica tragedia africana.

Conforme fue pasando el tiempo, algunas naciones africanas han superado los desafíos más urgentes, pero se abrieron otros aún más complejos. En cambio, otros Estados continúan siendo incapaces de generar las condiciones para alcanzar un desarrollo medianamente decente, enfrentando muchos rezagos que afectan terriblemente la calidad de vida de su población. De esta forma, la realidad africana es muy diversa, aunque en muchas ocasiones se tiende a generalizar la situación actual de los países africanos en una concepción uniforme, en la que se asegura que todos están atrapados en la pobreza, el subdesarrollo y los conflictos armados.

Tristemente este paradigma se ha construido a lo largo de los años a partir de un sector de la Comunidad Internacional, que ha normalizado la crisis como un estado perenne y estático en las regiones del continente africano. La presencia de diversas Organizaciones no Gubernamentales (ONG’s) y agencias de Naciones Unidas también se ha convertido en una constante. Sin demeritar su importante y necesaria labor, son percibidas por algunos como un barril sin fondo, y sus intervenciones no han generado cambios sustanciales dentro de las sociedades africanas.

De esta manera, hablar de crisis en África ya no sorprende a nadie. Desafortunadamente, más allá de las políticas públicas fallidas, los malos manejos y los intereses políticos, los más afectados siempre son los que menos tienen, y la experiencia nos dicta que, si estalla una crisis en un país dado, su tratamiento y el foco de atención a la misma está determinado más por los intereses geopolíticos que se disputan, que por la gravedad de la situación humanitaria. Burundi es un ejemplo representativo de toda esta situación.

Estamos hablando de un país pequeño (27,834 Km2), sin acceso al mar. Actualmente es el quinto país más pobre de África y del mundo, con una población de más de 11.5 millones de personas. De acuerdo con la ONG CARE, este país de África Oriental encabeza la lista entre los que reciben una menor atención a causa de la crisis social y humanitaria por la que atraviesan, y en donde más de una quinta parte de la población total requiere de algún tipo de ayuda a causa de los desplazamientos forzados, el hambre, la desnutrición y la pobreza crónica, que en el último año se ha agudizado por la pandemia de COVID-19.

Por supuesto que este escenario no se construyó de la noche a la mañana, y que éste es el resultado de un pésimo manejo por parte del Estado burundés, con la complicidad de varios actores internos y externos. Sin embargo, para una mejor comprensión de la crisis social que atraviesa Burundi y sus consecuencias, es necesario remontarnos a su historia reciente y al contexto en el que se desenvuelve su vida nacional.

Antes que nada, tenemos que partir bajo el hecho de que su evolución como pueblo está correlacionada con la de Ruanda desde tiempos antiguos, ya que son las mismas etnias (hutus, tutsis y tuas) las que forman el conjunto de la población, que habita en territorios limítrofes, con prácticamente las mismas dimensiones. Son como dos países mellizos, al grado de que la palabra “Burundi” significa “la otra Ruanda”. Cada uno de estos territorios tenía su propio monarca, y sobre estas estructuras políticas obtuvieron sus respectivas independencias, aunque en ambos casos las monarquías desaparecieron para dar paso a dos repúblicas.

En un artículo previo ya había descrito la historia de las disputas entre hutus y tutsis en Ruanda, que en 1994 desembocaron en un terrible genocidio. Pues bien, en Burundi también imperan las mismas tensiones de corte étnico, con pocas variantes.

En su caso, dichas tensiones desataron dos terribles matanzas: la primera de ellas en 1972, con un número estimado de 200 mil muertes; y la otra en 1993, después de una grave crisis política después del asesinato de Melchior Ndadaye, el primer presidente hutu del país, que desató una cruenta guerra civil que dejó un saldo de 300 mil víctimas mortales.

Al mismo tiempo que se desarrollaba la guerra civil burundesa, la llegada decenas de miles de ruandeses provocó una crisis de refugiados, que junto con la prolongación de la guerra civil interna, desestabilizaron al Estado. Todo esto se menciona, ya que estos conflictos étnicos son la raíz del desastre humanitario que viene arrastrando Burundi desde entonces.

En el año 2000 se adoptaron los Acuerdos de Arusha, que sentaría las bases para la paz, la reconciliación nacional y construcción de un equilibrio equitativo de poderes entre hutus y tutsis, y donde los expresidentes de Sudáfrica, Nelson Mandela, y de Tanzania, Julius Nyerere y Benjamín Mkapa, actuaron como mediadores.

No obstante, las hostilidades no se apaciguaron de inmediato, fue hasta 2005 cuando la situación mejoró, año en el que Pierre Nkurunziza, un ex lider de un poderoso grupo rebelde (el Consejo Nacional para la Defensa de la Democracia-Fuerzas para la Defensa de la Democracia, el CNDD-FDD), ascendió a la presidencia del país.

Una vez que Nkurunziza accedió al poder, instaló un férreo régimen personalista que en nada ayudó para la reconstrucción del país. Por el contrario, bajo su mandato las condiciones sociales y económicas de Burundi se deterioraron a tal grado que el país cayó poco a poco en una crisis multidimensional de proporciones catastróficas en prácticamente todos los ámbitos: político, económico, social, alimentario, de seguridad, e incluso, ambiental.

Pese a la escasez de información, abundantes evidencias apuntan a un constante deterioro de la situación social en aquel país. A continuación, se muestran los países del mundo con los peores desempeños más recientes en tres de las principales mediciones del desarrollo social: el índice de desarrollo humano, el índice mundial de la felicidad y el índice de progreso social.

En la construcción de cada uno de ellos se incorporan componentes que indagan en el bienestar y la calidad de vida de la población, y aunque no contemplan a todos los países, llama mucho la atención que Burundi es el único país que aparece, en las tres categorías, dentro del grupo de los diez peores evaluados, que demuestran que este país está inmerso en una gran tragedia social, desde un punto de vista objetivo y subjetivo.

Elaborada con datos del Reporte Mundial de la Felicidad 2021.
Elaborada con datos del Social Progress Imperative.

En particular, la situación del sector salud es muy lamentable. Además de la falta de personal médico y medicamentos, no hay hospitales en el 50% de los departamentos administrativos. Como resultado, han aumentado los casos de malaria, cólera y de VIH. La aparición del COVID-19 terminó por aniquilar a este sector. La pandemia también ha afectado al turismo y al comercio informal, dos actividades económicas fundamentales para el país, lo cual ha repercutido en una disminución de los ingresos para un sector importante de la población.

A su vez, los fenómenos climatológicos adversos, como las inundaciones, las prolongadas sequias en las áreas colindantes al lago Tanganyika y la explotación intensiva de las tierras de cultivo, han socavado los medios de vida de la población, de la cual el 90% se dedica a la agricultura de subsistencia. Se estima que actualmente más de un millón de burundeses vive en situación de inseguridad alimentaria.

El punto de quiebre lo situamos en 2015, cuando la violencia postelectoral a raíz de las elecciones presidenciales de ese año rompió lo que quedaba del frágil orden que se estableció en los Acuerdos de Arusha. A pesar de que la constitución lo prohibía, Pierre Nkurunziza obtuvo la reelección para su tercer mandato. Entonces comenzó una gran catástrofe humanitaria, donde los asesinatos, las ejecuciones extrajudiciales y las torturas a la oposición eran cosa de todos los días, al grado que hubo un intento de golpe de Estado, que fracasó.

La respuesta a las protestas fue la de la represión. El ejército, la policía y las milicias paramilitares al servicio del Estado (sobre todo, la conocida como Imbonerakure, que significa “aquellos que ven de lejos”) están implicados en desapariciones, confiscación de bienes, intimidaciones contra los opositores y cualquier clase de atrocidades. En consecuencia, el número de refugiados oscila en 400 mil, según el Alto Comisionado de la ONU para los refugiados.

Las críticas al gobierno por las múltiples violaciones a los derechos humanos no se hicieron esperar. Se cerraron algunos medios de comunicación, y se expulsaron a periodistas y representantes extranjeros del país, afectando la libertad de prensa. Los donantes internacionales también suspendieron las ayudas al desarrollo, por lo que los ingresos públicos disminuyeron.

Nkurunziza era cada vez más autoritario e intolerante hacia las críticas, al grado de que tres niñas fueron castigadas severamente solo por realizar garabatos a las fotografías del presidente en los libros de texto. Nkurunziza tenía un gran fervor religioso, que le llevó a afirmar que Dios le había llamado a dirigir los destinos de Burundi, actitud propia del absolutismo europeo del siglo XVII.

Pierre Nkurunziza (sentado en el centro) durante una visita oficial en Somalia en abril de 2014. Fotografía: Wikimedia Commons.

La reforma a la constitución en 2018, que eliminó dos terceras partes de los estatutos de los Acuerdos de Arusha, desató más violencia todavía, porque se sospechaba que Nkurunziza quería allanar el camino para perpetuarse en el poder. Sin embargo, en las elecciones de 2020 decidió no contender más, y postuló como candidato del el CNDD-FDD a Evariste Ndayishimiye, un hombre muy cercano a él.

Obviamente el candidato oficial ganó con un amplio margen, dadas las condiciones de extrema represión, pero pocos días después, se produjo la inesperada muerte de Nkurunziza. Se dijo que había fallecido por problemas cardiacos, pero se sospecha que realmente murió a causa de COVID-19. Meses antes, él se mostraba escéptico sobre los efectos de este virus, y había expulsado al representante de la Organización Mundial de la Salud en el país.

En Burundi, la tradición dicta que no se debe hablar mal de los muertos, por lo que la noticia fue recibida con mucha expectación e incertidumbre. A un año del suceso, el nuevo gobierno de Ndayishimiye significó una cierta relajación de las sanciones que pesaban sobre el país desde 2015. Ha mejorado un poco la administración local, y a diferencia de su predecesor, ha declarado al COVID-19 como el peor enemigo del país. Pero los abusos y la represión continúan siendo motivo de preocupación.

Toda la culpa no debe recaer en el ejecutivo de Burundi. La Comunidad Internacional fue complaciente con Nkurunziza antes de 2015, a pesar de los altos niveles de corrupción y autoritarismo, porque cuestionar al país equivalía a poner en entredicho la política internacional de la unión Europea, de Bélgica y de la Comunidad Africana Oriental (EAC, por sus siglas en inglés). En este asunto existe mucha hipocresía por parte las potencias europeas, que han guardado silencio ante la perpetuación en el poder de Kagame (Ruanda) y Museveni (Uganda), pero que alzaron la voz contra Nkurunziza porque ya no convenía a sus intereses por los acercamientos de Burundi con Rusia y China, a través de la presencia de empresas rusas de seguridad y la ayuda humanitaria proveniente de Beijing, que espera explotar el mercado de minerales en los próximos años.

Las relaciones bilaterales con Ruanda no pasan por su mejor momento. Ambas partes se acusan mutuamente de apoyar a los grupos opositores, bajo una retórica sectaria por parte de los gobiernos que preocupa. Pero a diferencia de Burundi, Ruanda es visto como una nación que ha tenido grandes avances en materia social, y hasta como una potencia regional, idea que tanto el gobierno de Paul Kagame como occidente han vendido muy bien. Sin embargo, y a pesar de que no podemos negar algunos avances notorios (como la cobertura sanitaria y la cuestión de la equidad de género), en realidad la situación actual de Ruanda no se aleja tanto de la de Burundi.

En cuanto a la EAC, Burundi dejó de asistir a las reuniones y cumbres del organismo regional a causa de su situación interna y los desencuentros con los europeos, que terminó en un relativo aislamiento regional, pero tras la desaparición en la escena de Nkurunziza, parece ser que las relaciones comenzarán a normalizarse.

Pese a ello, y dada la intensa desconfianza y desigualdades que imperan en la región de los Grandes Lagos, se necesita construir un nuevo proceso de paz y reconciliación para Burundi fuera del ámbito de la EAC, que rescate el espíritu de los Acuerdos de Arusha, pero que incluya también a la dimensión social como parte de la solución a los problemas que enfrenta el país.

La tarea no será sencilla. Más allá de la represión política y el estado de inseguridad, no existe actualmente una guerra declarada formalmente, a diferencia, por ejemplo, de lo que ocurre en países como Libia, Etiopía, Sudán del Sur y Somalia, por lo que la situación de la población civil de Burundi pasa desapercibida a nivel mundial.

Aún es tiempo de poner el foco de atención en este país. Como siempre lo he señalado, por supuesto que la crisis social en los países de África puede superarse, siempre y cuando todos los actores políticos involucrados tengan la voluntad y el compromiso de generar las políticas, metas y acciones necesarias, enfocándose en las necesidades de la población más vulnerable y en la búsqueda de soluciones.

En el caso específico de Burundi, las soluciones se visualizan complejas, más no imposibles de alcanzar. Hago mucho énfasis en la situación de la región, sobre todo con Ruanda, porque gran parte de las convulsiones y problemas son compartidos, comenzando por el factor étnico, por lo cual se requiere una intensa cooperación entre todos y un tratamiento regional para sus principales problemas, abarcando también a Uganda, Tanzania y la República Democrática del Congo.

Pero igual de importante es la reestructuración del Estado en Burundi, y promover todas las acciones y políticas pertinentes para hacer justicia a su gente y promover las bases de un desarrollo social estable y duradero. Para ello, se requieren emprender acciones que conduzcan a la reconciliación nacional, superar las diferencias de carácter étnico que prevalecen y promover el regreso de aquellos burundeses que se encuentran en el exilio, todo lo cual requiere la cooperación y el compromiso a nivel estatal.

Burundi deberá crear las condiciones mínimas para su propio desarrollo nacional, emerger de las profundidades de la pobreza e insertarse de mejor forma en su región, en África y en el mundo. 


Carlos Luján Aldana

Economista Mexicano y Analista político internacional. Africanista por convicción y pasatiempo. Colaborador esporádico en diversos medios de comunicación internacionales, impulsando el conocimiento sobre África en la opinión pública y difundiendo el acontecer económico, geopolítico y social del continente africano, así como de la población afromexicana y las relaciones multilaterales México-África.

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