Militares ugandeses reciben un reconocimiento durante una ceremonia por su contribución a la pacificación de Somalia, en el marco de la AMISOM. Fotografía: Flickr.
La historia y actualidad de África no podría entenderse sin analizar el perfil de sus principales protagonistas, los militares, quienes han jugado un papel muy importante en la conformación y el desarrollo de muchos Estados africanos, desde la etapa de la descolonización hasta nuestros días. A continuación se describe, de manera general, el funcionamiento y naturaleza de los regímenes militares que han dominado la escena política del continente africano.
El ejército y las fuerzas armadas son una parte integral y muy importante de muchos Estados alrededor del mundo, pues su organización jerarquizada, unidades y fuerzas especiales tienen la misión de asegurar la defensa, seguridad y soberanía nacional ante cualquier tipo de amenaza externa, siendo así un factor de estabilidad del mismo Estado.
Hablar de la conformación histórica del ejército como institución equivale a referirnos a la misma historia de la humanidad. Innumerables conflictos y disputas violentas hicieron que el mundo sea lo que es hoy, por lo que es común que un aura de prestigio, poder, valentía y orgullo rodee a los miembros más distinguidos de los diversos cuerpos militares.
Por lo mismo, muchos ejércitos del mundo están sujetos a grandes beneficios y privilegios, por lo cual es común que sus principales comandantes, generales y demás miembros de alto rango deseen ejercer funciones que no corresponden a sus cargos, sobre todo a nivel político y en los países de bajos ingresos, como casi todos los africanos.
En eso consiste el militarismo, una corriente ideológica que concede a los militares el poder sobre las instituciones del Estado, que genera una concentración del poder político y económico. También se puede definir como la preponderancia del poder militar sobre el poder civil, más allá de la seguridad y la defensa.
Si bien un gobierno militar, per se, no es ni mejor ni peor que uno civil, la naturaleza bélica de los ejércitos y sus integrantes los lleva a conformar gobiernos con una fuerte vocación jerarquizada y rígida. Así, un país en el cual los militares concentran el poder político tiende a convertirse en un Estado autoritario centralizado y antidemocrático, contrario a las libertades y derechos fundamentales del ciudadano.
A lo largo del siglo XX, el militarismo fue una expresión política muy común en muchas partes de América Latina, Asia y África, dejando a su paso capítulos muy oscuros y desgarradores. Afortunadamente este tipo de gobiernos son cada vez menos comunes, excepto en África. En el siguiente mapa se muestran aquellos países que son gobernados por militares o por algún consejo o junta creada por ellos.
La historia del militarismo en África es bastante amplia, con muchos episodios a cuestas. Algunos de los gobiernos militares que sobreviven en el continente africano son auténticas dictaduras que tienen 20 años o más como tales (como Ruanda, Guinea Ecuatorial, Uganda y Chad), pero también se han podido establecer otros en los últimos años (caso de Egipto), a pesar de las medidas establecidas por la Unión Africana para evitar las tomas de poder súbitas por medios contrarios a los principios democráticos.
El 2021 fue un año en el cual los militares volvieron a acaparar los reflectores mediáticos de la opinión pública internacional. La continuidad del régimen militar en Chad, el fracaso de los consejos de transición semi militares tanto en Malí como en Sudán, un golpe de Estado exitoso en Guinea y otro fracasado en Níger fueron acontecimientos que mostraron que el fenómeno del militarismo sigue dominando la escena política en el continente africano, y que no se encuentra en desuso, como lo aseguraban algunos analistas.
Ante ello, resulta necesario volver la mirada al pasado para estudiar a fondo las características del militarismo en África, y así poder entender por qué ha podido sobrevivir al viraje democrático que comenzó en los años noventa, a pesar de los continuos fracasos que los diversos regímenes militares han registrado y de los incentivos de parte de las principales organizaciones, tanto continentales como internacionales, para transitar hacia gobiernos civiles y democráticos.
La construcción del África militar.
La descolonización africana, que se dio a mediados del siglo XX, fue un proceso que comenzó a gestarse bajo un ambiente sumamente militarizado, por lo que los orígenes del militarismo en el continente se sitúan a la par del nacimiento de los Estados africanos independientes. En aquel entonces, el mundo experimentaba una nueva reconfiguración de fuerzas a nivel mundial, con Estados Unidos y la Unión Soviética inmiscuidos en una carrera por la hegemonía mundial y tratando de influir ideológicamente en los nuevos países de Asia y África.
En ese momento, el ejército era uno de los pocos sectores de la sociedad africana que estaban consolidados. La necesidad de sostener los sistemas económicos y administrativos coloniales ante cualquier amenaza interna y externa, así como la participación de elementos africanos en la segunda guerra mundial al lado de los europeos, fueron factores determinantes que contribuyeron a la creación y fortalecimiento de las élites militares en África.
Tras el debilitamiento de las potencias europeas que un siglo atrás se habían repartido el continente africano, los movimientos emancipadores se fortalecían bajo una retórica nacionalista y antiimperialista. Bajo el contexto social que se vivía en África en los años cincuenta y sesenta, con unas economías atrasadas, una sociedad civil prácticamente inexistente y ejércitos privilegiados separados del resto del cuerpo social, los militares, conscientes de su superioridad, no dudaron en asumir un rol político de primer orden.
Dadas a estas condiciones, el militarismo pudo establecerse como la corriente política dominante a lo largo del continente africano. Sin embargo, el fortalecimiento de los ejércitos no se dio de la misma manera en todos los puntos del continente, principalmente a causa de las divisiones raciales, étnicas y de edad que se manifestaban al interior de los países africanos.
De esta manera, la orientación política y social de los regímenes militares que surgieron en el África independiente es diversa. Por lo general, la mayoría de los militares de alto rango están relacionados con movimientos conservadores de ultraderecha, mientras que las milicias jóvenes simpatizaban con movimientos socialistas y de izquierda.
De cualquier manera, los sistemas políticos recién inaugurados en el continente africano debían estar penetrados por una determinada ideología, y por regla general, un oficial de carrera no tiene la preparación necesaria para dirigir al Estado. El nacionalismo, la fidelidad a su patria y la unidad frente a las divisiones partidistas y la anarquía sectaria son sus principales cartas de legitimidad.
Al igual que en el resto del mundo, la organización de los ejércitos en África se distingue por la cohesión, la disciplina y la centralización. Para defender su línea ideológica argumental, emplea con frecuencia el uso de la fuerza cuando lo consideran necesario. En este aspecto, su principal fortaleza consiste en que dispone de armas, que se convierten en un instrumento de poder a su servicio. A medida que el armamento crece y se vuelve más sofisticado, este medio se hace más amenazante.
En virtud de lo anterior, un régimen militar tiene ciertas ventajas ante una opinión pública carente de una carga ideológica. No obstante, la realidad confirma que el ejército no puede ser siempre la fuerza motriz de la revolución social, ni reemplaza al partido político.
Un programa político bien definido es un requisito fundamental para que cualquier nación tenga éxito en sus aspiraciones. Y la mayoría de los países africanos, al momento de la descolonización, carecían de él. Esto permitió la proliferación de regímenes personalistas, que engendraron la figura de “líder fundador de la patria”.
Y al llegar al poder, inevitablemente se enfrentaron a la actividad estatal. De este modo, voluntaria o involuntariamente, llevaron a cabo un proyecto que responde a sus intereses. Si estimulan el desarrollo del resto de la sociedad, sería contraproducente para ellos, y difícilmente mantendrían sus posiciones. Pero si no lo hacen, condenan al país al estancamiento.
Ante tal dilema, los resultados han sido de lo más diverso. A menudo, los jefes militares africanos imprimieron un sello tan personal a sus acciones dentro del gobierno, que derivaron en auténticos monstruos que llevaron a la ruina a sus pueblos, como Mubutu Sese Seko, Idi Amin y Teodoro Obiang, que solo mediante el monopolio del poder pudieron mantener sus privilegios. Esta dinámica conflictiva favoreció la permanencia de los militares al frente de muchos países africanos.
Son contados los casos de países africanos que no han estado sujetos a una lógica política militar, que a su vez son los más estables y desarrollados del continente, como Mauricio, Botsuana y Namibia. Por su parte, en aquellos territorios donde las independencias africanas se produjeron de forma relativamente pacífica (como fue el caso de las colonias francesas), las élites militares locales lograron afianzar su poder gracias a las alianzas que sostuvieron con las antiguas metrópolis para asegurar los intereses económicos de ambas partes.
A diferencia de ellos, en Argelia, Zimbabue, Eritrea, Sudán del Sur y las colonias portuguesas, los ejércitos nacionales estuvieron al frente de la lucha por la independencia, y una vez conquistada, sus miembros participaron de forma activa en la elaboración de un programa político, en el cual solo un selecto grupo de personajes compartía el poder, encabezados por los veteranos de guerra.
En ambos escenarios surgieron organizaciones militarizadas dentro de los mismos ejércitos que se oponían al sostenimiento de los vínculos neocoloniales, o bien, se oponían al régimen oficial, creando la escena para las divisiones. Como resultado, los pueblos africanos han experimentado crisis políticas prolongadas, que impidieron el pleno desarrollo social y económico de los pueblos africanos.
Pero, los militares han sido, al mismo tiempo, el mal y la cura ante tal escenario. Muchos ejemplos históricos testimonian que, en circunstancias de inestabilidad política, malestar social y crisis económicas, el ejército desempeñó un papel de fuerza autónoma para imponer el orden.
El golpe de Estado (Coup D’état) es el mecanismo por excelencia para derrocar a un gobierno cuando se considera que la patria se encuentra en peligro, casi siempre mediante el uso de la violencia. Los líderes, que casi siempre formaban parte del gobierno al que derrocaban, se justificaban por las mismas razones: corrupción, mala administración y pobreza generalizada. Pero en casi todos los casos los líderes golpistas han resultado ser tan corruptos como el régimen anterior, y han fallado en ofrecer una mejor calidad de vida a los ciudadanos.
Los efectos y peligros subyacentes a este tipo de prácticas coercitivas apoyaron la construcción de un Estado autoritario en particular. Se instrumentalizó la cuestión étnica-regional, con prácticas patrimoniales y clientelares, bajo una pésima distribución de los recursos disponibles. Todo ello condujo a una paradoja: fortalecer al ejército para perpetuar el régimen. Con esto, estaban dadas las condiciones para un nuevo golpe. Y el ciclo se reiniciaba.
En esta investigación sistemática se revela que, en el periodo de 1956 a 2001, en África se produjeron 188 golpes de Estado durante ese tiempo, que sumados a los que se han producido desde entonces (44 golpes) dan un total de 232, a razón de 3.5 por año en todo el continente. No obstante, el golpe de Estado no es la única vía para que los militares asciendan al poder. Inclusive a través de una elección “democrática” se ha dado el caso de que el vencedor sea un militar.
De esta manera ha sido como el militarismo ha sobrevivido como el estilo político dominante en el continente africano, y todas esas características han estado vigentes en la mayoría de los países africanos en algún punto de su trayectoria independiente, por más generales que nos puedan parecer.
El segundo aire del militarismo en África.
A inicios de la década de los noventa se produjeron importantes reformas políticas al interior de muchos Estados africanos, que incluyeron la liberación de presos políticos, la introducción del multipartidismo, la legalización de partidos políticos de oposición y la celebración periódica de elecciones para elegir a los representantes políticos, entre lo más destacado. Dichas reformas pretendían impulsar la democracia y restar poder a los militares.
Ya para entonces había bastantes evidencias que demostraban su fracaso, y cada vez se alzaban más voces críticas internas y externas hacia los regímenes militares que se mantenían. Sin embargo, el militarismo continuaba dominando la escena política africana, a pesar de las graves consecuencias y desilusiones.
El giro democrático en África se fortaleció con el fin de la guerra fría, que trajo una nueva reconfiguración geopolítica a nivel mundial, pero sobre todo, con la promesa de los organismos multilaterales, como la Unión Africana, de no reconocer los cambios inconstitucionales de gobierno y los golpes de Estado. A su vez, las grandes potencias y organismos multilaterales anunciaron mayores preferencias, beneficios e incentivos financieros para aquellos países que abrazaran la democracia.
Estas medidas se formalizaron con la firma de la Declaración de Lomé en el 2000 y la adopción de la Carta Africana sobre democracia, elecciones y gobernabilidad (2007), los intentos golpistas disminuyeron de forma considerable. Algunos de los posteriores golpes de Estado (Guinea, 2008; Madagascar, 2009, Níger, 2010; República Centroafricana, 2013, Lesoto, 2014) se saldaron con el no reconocimiento de la Unión Africana a los golpistas, la suspensión temporal de éstos en la Unión, la imposición de sanciones y obligando al retorno constitucional, abriendo escenarios de transición pacífica y la realización de elecciones.
A pesar de los esfuerzos, algunos regímenes militares han podido sobrevivir a los nuevos tiempos, y todavía sus líderes siguen gobernando de manera autoritaria con total impunidad, donde las elecciones a modo y el atropello a los derechos políticos de la ciudadanía se han convertido en una constante, con la complacencia de la Unión Africana, las potencias occidentales y los organismos multilaterales. Los más representativos son los de Teodoro Obiang, en Guinea Ecuatorial, y de Yoweri Museveni, en Uganda.
El papel de las organizaciones regionales y continentales en cuanto a la promoción de la democracia y buenas prácticas políticas ha sido muy irregular y selectivo. En la práctica, han reducido la democracia a la celebración de elecciones. Pero un verdadero impulso democrático implica mucho más que eso.
El debate se enfoca en la calidad y legitimidad de los procesos electorales, pero poco en el desempeño de los gobernantes, dejando de lado asuntos clave, como la transparencia, rendición de cuentas y apertura de espacios para el desarrollo de la cultura cívica y ciudadana.
Entre promesas incumplidas, altos niveles de corrupción, el aumento en la desigualdad social, fraudes electorales y maniobras políticas para que los gobernantes extiendan su periodo de mandato se ha desarrollado la vida política africana en los últimos años. Y sin justicia social ni desarrollo económico, la democracia está vacía de contenido.
Últimamente hemos atestiguado un declive democrático en todo el mundo. Especialmente, la democracia en África no ha significado progresos satisfactorios en las políticas para prevenir el autoritarismo y militarismo. La situación de inseguridad en algunas regiones y los amplios daños económicos provocados por la pandemia de COVID-19, que sacuden a los gobiernos más débiles, amenazan con revertir el proceso democratizador que apenas había comenzado en las últimas décadas.
Todo ello brindó un nuevo impulso al militarismo en África, que nunca se erradicó de raíz. Preocupa ver cómo la población africana confía cada vez menos en la democracia como forma deseable de gobierno. De acuerdo con un sondeo realizado por Afrobarometer, apenas el 37% de los ciudadanos africanos está satisfecho con el funcionamiento de la democracia en sus países.
Como se mencionó al inicio del artículo, en el 2021, circunstancias locales han alimentado a las élites militares para hacerse del poder: en Guinea, para poner fin a un controvertido tercer mandato del presidente Alpha Condé. En Malí, un golpe dentro de un golpe tras el fracaso de la transición democrática boicoteada por los mismos militares. En Chad, para asegurar la continuidad del régimen tras la muerte de Idriss Deby, cuando su hijo tomó el poder sin pasar por la Constitución.
Ante las escasas y tibias consecuencias a nivel continental e internacional, algunos analistas advierten la posibilidad de contagio a otros países africanos, especialmente a los más golpeados por la crisis económica. Y eso es justo lo que está sucediendo. El panorama político africano se visualiza turbio en los próximos meses, más si consideramos que 15 de los 20 Estados más frágiles del mundo son africanos. Y todo apunta a que los militares continúen como los principales protagonistas.
Aún quedan pendientes procesos de transición política en algunos países importantes, sobre todo en Libia, Sudán y Malí. Además, las prioridades en cuanto a la lucha antiterrorista, el control de las rutas migratorias y la competencia estratégica por los recursos naturales han alimentado la militarización de los Estados africanos.
Como podemos ver, son muchos los factores que contribuyen al fortalecimiento del militarismo en África, algunos de ellos que se vienen arrastrando desde la época de las independencias. Esto no es una buena noticia. Por el contrario, una mayor presencia de los militares en la política se traducirá, con certeza, en mayores niveles de violencia e inestabilidad.
La Unión Africana, la Comunidad Internacional, la sociedad civil africana y los mismos Estados están a tiempo de tomar medidas más eficaces para restar poder a los militares si se quiere evitar un retroceso de décadas. Se ha demostrado que aquellos Estados con tradiciones democráticas institucionalizadas, mayor desarrollo económico y mejores índices de desarrollo humano son menos propensos al militarismo.
Por tanto, se requiere trabajar en cada uno de estos ámbitos para disminuir el poder que aún ostentan los militares en muchos países africanos. Sin duda, las naciones africanas necesitan construir una democracia ad hoc a sus realidades, como un proceso natural emanado de los pueblos, que sea coherente con los modos de vida, idiosincrasia y costumbres de los pueblos, y con una visión global e incluyente.
Lo que hemos visto hasta ahora, de manera general, es solo una simulación de democracia. Quizás Sudáfrica sea uno de los mejores ejemplos de un sistema político incluyente, consensuado y multicultural, pero con todo, los resultados en materia de desarrollo social son desastrosos.
Finalmente, hay que decir que es preocupante observar que los militares y jefes golpistas están recibiendo un mayor respaldo popular en sus acciones. En ello se manifiesta todo el hartazgo y enojo de parte de la población contra sus gobiernos y su calidad de vida actual, y ven a los militares como las figuras fuertes que pueden cambiar su situación. No obstante, esta puede ser una trampa en donde podrían quedar atrapados por largo tiempo, comprometiendo el futuro de las siguientes generaciones.
Las y los africanos tienen que ser conscientes de que existen otras alternativas para reconstruir su futuro, y que sean partícipes del mismo, y de que es mejor que los ejércitos ejerzan funciones relacionadas con protección y defensa, y permanezcan neutrales en los asuntos políticos.